martes, 19 de junio de 2012


Tengo una colección de tréboles de cuatro hojas. 

Ya ves, se me da fatal encontrar el amor, pero soy un As encontrando hierbas. 

Tengo uno en cada libro que ha marcado mi vida. No me preguntes cuál porque no tengo ni idea. Leo los libros y los olvido tan pronto como intensa es la señal que dejan en mi alma. Lo mejor con los recuerdos es olvidarlos. Si no luego cómo vas a recordarlos, cómo vas a disfrutar de ese choque frontal al torcer la esquina en una calle de Madrid, junto a ese banco en el que desayunaste una taza de resaca después de beberte la noche a pelo con tu mejor amiga. 

Imposible. 

Así que a veces le acaricio el lomo a mis libros, ronronean un poco, saco uno, le provoco un escalofrío y ¡oh! ¡sorpresa! ¡un trébol! 

A mis padres les fascina mi habilidad para las hierbas. Yo disfruto más pasando la yema del dedo por el tallo, o acariciándome la frente con sus pétalos, pero no sé. Convenciones sociales, supongo. 

Me entreno en las paradas del autobús, buscando desde la ventana en las macetas de las aceras de Santander. Clavo la mirada en ese mar verde de óvalos y busco las conexiones, me detengo en las hormigas, sigo con las sombras, esquivo las gotas de rocío. A veces los veo y no digo nada. Algunos tréboles son tímidos y prefieren seguir ocultos. Yo me los callo por una cuestión de empatía. Me recuerdan a mí cuando era pequeña. 

Algún día alguien me encontrará a mí así como yo encuentro mis tréboles. 

Y me guardará en su mejor libro.

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