viernes, 25 de mayo de 2012


Estoy sentada en el sofá con un moño tenso en el pelo que me obliga a ser consciente de que estoy viva. Suena el lago de los cisnes. La casa retumba con cada trueno de la tormenta que ha acabado con el día.

Sobre mi mesa hay una copa de vino y tres libros.

Hoy he llorado. Después de tres meses, he llorado. Ya pensaba que algo se me moría por dentro. Yo, la llorona. Tres meses sin dejar caer un río de lágrimas. Que tres o cuatro habían caído, pero no de esas de necesitar abrazarme a mí misma (que Soledad es muy flaquita, jolín).

He sido consciente por un momento de una tristeza muy profunda. Mucho. Una tristeza que habita en el fondo infinito de mi ser. Me he sentido la piel crecer como la corteza de un árbol, a base de recuerdos, para cubrir bien esa pena que se recostaba sobre mí. Luego me he tomado una taza de café.

No sé qué libro elegir. Es demasiado tiempo jugando a distraerme. Ahora las palabras de un libro suponen una pausa interminable para sentir. Y no quiero, porque yo soy de las que huyen hacia delante. O eso dicen.

Dance of the swans. Me como el gajo de una mandarina, y ya veremos. 

domingo, 6 de mayo de 2012

Aeropuertos

Januz Miralles, The Wait
Cuando se deprime, O. se sube al coche y conduce en silencio hasta el aeropuerto. Los aeropuertos tienen mucho de límite. De vacío. De encuentro y desencuentro, de comienzo y final, de despedidas y bienvenidas, de lágrimas y sonrisas.

En el aeropuerto O. puede llorar tranquila y nadie sabe si es porque se va o porque vuelve, porque pierde a alguien o porque lo recupera. 

Los teléfonos móviles suenan sin descanso, como recién nacidos en la sala de neonatos. O. renace entre ellos, invisible. Nace y también se muere. Es una sala de espera infinita.

O. escucha las conversaciones ajenas con apatía. Son conversaciones que ella ya ha tenido, conversaciones que ha protagonizado y que en su momento la hicieron estallar en carcajadas, pero que pasan a su lado ahora como un tren de cercanías en el andén contrario.

O. come. Se hincha de materia el estómago. Lo alimenta como si fuese el corazón. Se desarma en lágrimas, sonríe, camina a prisa, arrastra una maleta vacía. Llena de sueños. Vacía. Llena de desamor. Vacía. Llena de Soledad. Vacía. Llena de sí misma. Vacía. 

Con el estómago a reventar, la maleta vacía y la piel de la cara empapada, O. se deja atrapar en las puertas giratorias, leyendo sin descanso el cartel de "Por favor, no se detenga", y no se detiene ni un momento; nada. Y la gente la mira y solo ve que no para nunca, pero no ve ni sus lágrimas, ni su estómago a reventar, ni la maleta, ni a ella, ni el tiempo que lleva dándole vueltas a la vida.

martes, 1 de mayo de 2012

Se me cae


A veces se me cae el corazón, se me resbala por el pecho hacia abajo. Lo siento, siento cómo va descendiendo poco a poco hasta depositarse encima del estómago. Lo noto entre otras cosas porque la voz se me pone bajita. No como en susurros, pero sí como lenta y dulce, calmada.

Justo entonces siento que me crecen los acantilados al borde de la piel. Me crecen con violencia aunque silenciosos, y siento la realidad como olas estrellándose en mí.

Todas estas cosas que siento, se resumen en que necesito un abrazo. De los de verdad. De los de me importas y para mí eres única y quiero estar contigo.

Y ya está. Eso es todo.

Soledad, sirve el té.