viernes, 25 de mayo de 2012


Estoy sentada en el sofá con un moño tenso en el pelo que me obliga a ser consciente de que estoy viva. Suena el lago de los cisnes. La casa retumba con cada trueno de la tormenta que ha acabado con el día.

Sobre mi mesa hay una copa de vino y tres libros.

Hoy he llorado. Después de tres meses, he llorado. Ya pensaba que algo se me moría por dentro. Yo, la llorona. Tres meses sin dejar caer un río de lágrimas. Que tres o cuatro habían caído, pero no de esas de necesitar abrazarme a mí misma (que Soledad es muy flaquita, jolín).

He sido consciente por un momento de una tristeza muy profunda. Mucho. Una tristeza que habita en el fondo infinito de mi ser. Me he sentido la piel crecer como la corteza de un árbol, a base de recuerdos, para cubrir bien esa pena que se recostaba sobre mí. Luego me he tomado una taza de café.

No sé qué libro elegir. Es demasiado tiempo jugando a distraerme. Ahora las palabras de un libro suponen una pausa interminable para sentir. Y no quiero, porque yo soy de las que huyen hacia delante. O eso dicen.

Dance of the swans. Me como el gajo de una mandarina, y ya veremos. 

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